Destacado / N. L.
Del importante discurso del gobernador del Banco de España, Pablo Hernández de Cos, ante el Cercle de Economía de Barcelona, sólo se ha destacado un aspecto relativamente marginal relacionado con la banca. Sin embargo, el gobernador ha hecho todo un manifiesto general sobre política económica y sobre la necesidad de aprovechar los fondos europeos de la pospandemia para cambiar nuestro modelo económico sobre el que Hernández de Cos se muestra muy crítico.
El gobernador insiste en que los daños generados por la pandemia (como el incremento del desempleo y la desigualdad o el desequilibrio de las finanzas públicas), inciden sobre aspectos en los que, ya con anterioridad a esta crisis, la economía española presentaba deficiencias claras.
Toca todos los palos, desde el desempleo a las pensiones pasando por actuar para el tratamiento de empresas viables en dificultades. Pone el énfasis en la pobre dinámica de la productividad en nuestra economía, la elevada tasa de paro estructural y de temporalidad en el empleo, y los desafíos asociados con el envejecimiento de la población, el incremento de la desigualdad y el cambio climático. Retos a los que deberían añadirse aquellos que están emergiendo como consecuencia de esta crisis, como los relativos al posible repliegue del proceso de globalización y a la aceleración de la digitalización de la economía. También deberían sumarse otros que ya requerían de una respuesta internacional antes de esta crisis, como la necesidad de completar la Unión Económica y Monetaria (UEM) y de fomentar el multilateralismo a escala europea y global. Sin olvidar la necesidad de diseñar una estrategia de saneamiento de las finanzas públicas para su implementación gradual una vez finalice la crisis de la pandemia.
La tasa de paro de los universitarios españoles es casi el doble de la del área del euro
Todo ello muy interesante, pero a nosotros nos han parecido especialmente oportunas sus consideraciones sobre la educación, a las que Hernández de Cos atribuye prioridad. La mejora de la dinámica de la productividad exige, en su opinión, actuaciones en varios ámbitos. En primer lugar, exige mejorar nuestro capital humano y, por tanto, nuestro sistema educativo, lastrado en la actualidad por un abandono escolar muy elevado y por reducidos niveles de calidad relativos.

En efecto, en comparación con economías de nuestro entorno, un número elevado de jóvenes en España sigue abandonando el sistema educativo con tan sólo estudios básicos. Y, más allá del abandono escolar temprano, la tasa de paro de los universitarios españoles es casi el doble de la del área del euro. También es menor el porcentaje de universitarios que trabajan en puestos de elevada cualificación.
Estas diferencias no se pueden atribuir a la diferente selección de carreras universitarias de nuestros jóvenes respecto a los de otras nacionalidades. Más allá del efecto de una estructura productiva sesgada hacia servicios de baja cualificación o de un sistema educativo con una conexión con el mundo empresarial muy reducida, estos datos evidencian problemas de calidad en el sistema.
Las competencias académicas básicas de los adultos españoles con estudios universitarios son menores que las de sus homólogos europeos, en particular en el caso de las habilidades matemáticas. Según el Academic Ranking of World Universities (ARWU), España no cuenta con ninguna universidad entre las 100 primeras a escala mundial, y únicamente siete se pueden contar entre las 400 mejores.
La educación ‘on line’ no es un sustituto
Es muy posible que la crisis sanitaria (en particular, la suspensión de la educación presencial durante la fase más aguda) haya afectado al rendimiento académico o al aprendizaje de habilidades no cognitivas, ya que la educación ‘on line’ no es un sustituto. Así, el 32% de los hombres y el 23% de las mujeres de entre 25 y 29 años habrían abandonado el sistema educativo formal habiendo completado, como máximo, la Educación Secundaria Obligatoria, lejos del 17% y del 14%, respectivamente, de la media de los países del área del euro.
La competencia de los universitarios españoles no es superior a la de los adultos con estudios secundarios de algunos países europeos, como Dinamarca, Suecia, Eslovaquia, Países Bajos o Austria. Este ‘ranking’ se construye a partir de indicadores que miden la calidad y la cantidad de la producción científica de las universidades. En comparación, Francia, Alemania y el Reino Unido tienen 19, 27 y 34, respectivamente, entre las 400 mejores.
Estos efectos pueden ser muy diversos en función de los estratos de la sociedad, tanto por la diferente penetración de las tecnologías de la comunicación en los hogares como por la distinta formación de los padres, que en algunos casos ha podido dificultar el apoyo necesario en la educación a distancia.
Todas estas deficiencias, junto con la necesidad de afrontar los retos que plantean la globalización, el progreso tecnológico y la automatización de tareas, apuntan a la conveniencia de replantearse el diseño institucional del sistema educativo, así como el contenido del currículo y el propio sistema de aprendizaje.
Los objetivos deben tratar de favorecer la orientación individualizada y temprana del alumno; en el ámbito universitario, mejorando la selección del personal docente e investigador y vinculando la financiación del sistema a objetivos de excelencia; y en la formación profesional, dedicando recursos a su rediseño para lograr una mejor combinación entre formación general y experiencia práctica en empresas.
Con derecho a réplica
Los próximos tres años van a ser vitales para que España cambie su trayectoria innovadora
Francisco Marín
Vicepresidente de la Comisión de I+D+I de CEOE y Premio Nacional 2020 a la Trayectoria Innovadora
España ocupa el puesto treinta en el Índice Global de innovación, ranking mundial de países innovadores elaborado por la ONU. Su posición en otras escalas es bien distinta: somos la decimotercera economía mundial en la lista del Fondo Monetario Internacional (FMI) y estamos en el puesto décimo entre los países con producción científica reconocida. Esta diferencia se ve confirmada por la apreciación de la ciudadanía: muy alta para el desempeño de los científicos y decreciendo en un 16% en términos de apoyo a la innovación, siempre según el informe de percepción social de la Ciencia y la Tecnología elaborado por la FECYT en el reciente 2020.
La apuesta decidida por la Ciencia es una de las garantías más fiables para que los países puedan mejorar, en el largo plazo, en sus condiciones de vida y bienestar. Por lo tanto, exigir que nuestro país apueste por ocupar una posición relevante en la producción científica debe seguir teniendo los mayores apoyos. Obviando una vieja polémica entre la necesidad de apostar por la ciencia básica o la aplicada, lo que es una realidad hoy en España es que nuestro principal problema radica en la debilidad de la Innovación, tarea encargada de transformar los resultados de la Ciencia en beneficios concretos para la ciudadanía. Es ahí donde tenemos un gran déficit, tal y como lo refleja el indicador al que se hace referencia en el arranque de este escrito.
En el crecimiento de la innovación tienen mucho que decir actores bien diversos: las políticas públicas, las empresas, las universidades y los centros de formación en todos sus rangos, las ciudades, los protagonistas de las relaciones laborales y, también, los que deciden -a través de su regulación- las transformaciones de las normas sociales. Pero es en las empresas en las que recae, de forma indiscutible, el efecto tractor de su crecimiento. Sólo cuando una investigación, venga desde donde venga, acierta en una solución y se convierte en un producto, proceso o conducta innovadora, es cuando los ciudadanos perciben sus ventajas concretas.
Si queremos mejorar en esa mala posición de España en la Innovación, tenemos que actuar y de forma rápida. Y las palancas para su cambio se deben basar en tres pilares: fondos económicos para influir, políticas públicas a ejecutar y actores protagonistas de la acción.
Lo primero, los fondos, han sido, hasta este ejercicio, el efecto limitante más evidente. Los recursos dedicados a la innovación en España han estado en todo el periodo reciente de la democracia -con la excepción de unos pocos ejercicios en la primera década del siglo XXI– muy por debajo de los de la media de nuestros socios europeos. Ahora, por el contrario, vamos a poder disponer de Fondos Europeos provenientes entre otros del programa Next Generation EU (144.000 millones de euros), de unos nuevos y ambiciosos Presupuestos Generales del Estado, y unos cuantos años para actuar. Se podría suponer que teniendo encauzado el principal motor –“los dineros”- vamos a ver cuál es el estado del arte de los otros ejes de actuación.
Empezando por las responsabilidades públicas en materia de I+D+I, hay que destacar que hasta el presente este problema se ha contemplado de una forma muy parcial, básicamente entendiendo que su campo de actuación se debía limitar a aliviar los evidentes fallos del mercado. Hoy en día, por el contrario, ya es admitido por los países que están en la vanguardia de la I+D+I que son precisas actuaciones desde lo público mucho más generalistas y tocando múltiples aspectos en todas las políticas bajo su responsabilidad: fiscales, financieras, de educación, salud, defensa, medio ambiente, etc. Además de esta limitación de objetivos, los distintos ministerios, los organismos intermedios involucrados y las agencias regionales de innovación de las Comunidades Autónomas carecen de los elementos de interrelación definidos y estables, imprescindibles para llevar a cabo acciones eficaces con recursos limitados. Por ello, en resumen, se precisan la definición de nuevas POLÍTICAS PÚBLICAS DE INNOVACIÓN más generalistas y de nuevos instrumentos de COORDINACIÓN para que los distintos implicados –casi todos los que actúan en sociedades avanzadas– dispongan de las herramientas de gestión coordinada imprescindibles para tener éxito y cambiar las cosas. En esta línea la propuesta reciente del Foro de Empresas Innovadoras (FEI) y la Comunidad IND+I para la creación de un Consejo Nacional de Innovación debería ser tomada en consideración por parte de los máximos responsables de la materia.
Siguiendo con las empresas y todos los organismos que colaboran en la difícil tarea de convertir las ideas en elementos útiles para la ciudadanía, partimos de una implicación del sector privado en esta materia por debajo de los índices de los países con los que nos queremos comparar. Y esto se debe, básicamente, a dos razones principales. La primera al tamaño y la antigüedad de nuestro tejido productivo y la segunda a la carencia de las ya citadas políticas públicas que motiven a ese reducido grupo de empresas obligadas a convertirse en innovadoras. Para hacer crecer a las existentes y generar nuevos proyectos empresariales no caben otras acciones que la de facilitar sus tareas, es decir, flexibilizar los trámites de crecimiento, apoyar con las medidas fiscales y de otros tipos la vida cotidiana de las empresas, usar la compra pública de tecnología innovadora, apoyar los mecanismos de financiación de las operaciones de riesgo, facilitar la exportación, etc. Estas acciones, no les quepa ninguna duda, fueron hechas en el pasado por los gobiernos de los países en los que hoy existe un tejido empresarial potente que lideran la producción de productos y servicios para los mercados globalizados. Esos países funcionaron como ESTADOS EMPRENDEDORES y de ello se benefician hoy sus ciudadanos.
De entre todas estas palancas que ayudarían al crecimiento de la relación de las empresas y sus colaboradores con la innovación, destaca una que, por su sencillez e inmediato efecto sobre las cuentas de resultados, le han convertido en el favorito de las mismas: las deducciones fiscales por las inversiones en I+D+I. España, puede presumir de tener una legislación avanzada en esta materia y a la vez de sonrojarse de una aplicación cicatera de la misma. Siendo todavía cifras pequeñas, es algo alarmante que de los cerca de 900 millones de euros que según las estadísticas oficiales las empresas podrían haberse deducido por acciones reconocida de I+D+I sólo un tercio de los mismos –menos de 300 M€- se han convertido en ayudas finalistas en sus cuentas anuales. Estos datos, revelados en recientes estudios de la AIReF y de la OCDE, son una buena evidencia de cómo se podría actuar, de forma inmediata en la labor de incentivar y motivar al empresariado decidido a correr los riesgos implícitos a la I+D+I.
Los próximos tres años, 2021 a 2023, van a ser vitales para que España cambie su trayectoria en la actividad innovadora. Ahora no caben excusas, difícilmente vamos a disponer de mejores condiciones globales para acometerlo. Será la responsabilidad de todos los que estamos involucrados si no lo conseguimos. Pongámonos a la tarea, ya mismo.