Cultura & Audiovisual / Equipo Lux
En 2000 llegaba a España la actriz colombiana Juana Acosta, que en su país había trabajado en telenovelas. En sus años posteriores, Acosta tuvo papeles muy importantes en series y películas tanto en nuestro país como en Francia o Latinoamérica. Un tiempo en el que ha arrastrado un imborrable y amargo recuerdo: el asesinato de su padre en una carretera de Cali cuando ella tenía 16 años, sin que se produjera la identificación de su ejecutor. Una víctima más de la violencia en Colombia y una herida desgarrada. De la mano de una propuesta de la actriz al actor-escritor-director Juan Carlos Rubio, se construye un espectáculo minimalista, ‘El perdón’, que en Madrid se presenta en el Teatro Bellas Artes, donde se parte de un testimonio personal para la búsqueda de preguntas sin respuesta. Las más importantes: ¿hasta qué punto es posible llegar a perdonar para no quedar atrapado de por vida en un sendero de odio? ¿Es posible perdonar aunque nunca se llegue a olvidar la ofensa y el trauma permanezca sin cauterizar?
“El perdón’ es una simbiosis danza-teatro para encarar bajo forma poetizada la difícil asunción de un hecho violento, evitando que el recuerdo se convierta en trauma permanente”
Lo que en principio podría haber sido un monólogo escénico a cargo de una actriz que vive su propia historia en vez de interpretar a un personaje, se convierte en un complejo espectáculo de danza-teatro, de la mano del coreógrafo-bailarín-director Chevy Muraday (Premio Nacional de Danza en 2006) con la producción de su compañía Losdeade. Un escenario desnudo, negro, invadido de sombras, un teléfono como único material de ‘atrezzo’, un balancín que ocasionalmente proyecta cuerpos y perfiles, una música original de Mariano Marín que crea espacios sonoros sin querer ser protagonista, dan cuerpo a este relato en primera persona, que evita cualquier referencia realista en la desolada ambientación.
Es el texto el que desgrana la historia bajo un perfil de poetización para sumergirse en un drama de unas personas, pero también de una sociedad. El relato informa de los 11.000 muertos al año en actos violentos en Colombia en 2020, que en los primeros años del siglo y últimos del XX llegaron a alcanzar más de 28.000 por ejercicio. Detrás de cada una de esas cifras está una historia y unas familias que seguirán siendo víctimas a lo largo de su vida. El monólogo que cuenta Juana Acosta incide en el quid de esta historia: ¿es necesario perdonar sin llegar a olvidar para no permanecer el resto de una vida prisionero del rencor?

La conclusión está presentada bajo un tratamiento donde apenas hay elementos de melodrama y sí de drama en su esencia más pura sin recurrir a la grandilocuencia. La impronta de Chevy Muraday está presente en todo el espectáculo. El bailarín-coreógrafo y referencia dentro del ballet contemporáneo lleva años trabajando en una vertiente texto-danza que le ha llevado a trabajar en distintos montajes dramáticos, y en otros participar en la creación para actrices y actores con capacidad para desenvolverse desde la perspectiva del movimiento corporal, entre ellas Marta Etura, Aitana Sánchez-Gijón y ahora Juana Acosta. En su caso hay que decir que la hispano-colombiana ha estudiado danza y su facilidad para desenvolverse en escena es notoria, bien ayudada por un vestuario de cierta elegancia clásica que va en favor de lo que está contando y beneficia ese envoltorio de superficie poetizada sobre la profunda tragedia que escribe.
Sólo en la escena de la tortura Chevy Muraday recurre a la descripción más tensa, pero no hay truculencia. Los dos únicos personajes en escena interactúan con un diálogo en el que no aparecen fisuras actriz-bailarín porque todos los elementos se yuxtaponen entre sí y ambos mezclan palabras y coreografías.
El texto de Juan Carlos Rubio no contiene elementos novedosos, aunque ofrece cierta habilidad en la utilización del dato concreto sin que la información quiebre el envoltorio poético del relato. El tratamiento de Muraday, junto a la contención lírica de Acosta, son los pilares de este espectáculo en el que es un acierto ese minimalismo desnudo de elementos accesorios, donde dos cuerpos evolucionan por sentimientos y sensaciones larvadas.
“Dos presencias en un escenario totalmente negro y casi sin ‘atrezzo’ en un espectáculo-confesión sobre un pasado sangrante”
No hay naturalismo fingido ni recurso al llanto fácil, sino presión contenida. Al fondo está el drama de una sociedad golpeada por el trauma de las distintas violencias; pero eso queda como un telón disperso e imborrable; el verdadero drama es el de las víctimas obligadas a pasar página y aceptar un atisbo de reconciliación más con uno mismo que con los inciertos culpables que quedan como un referente último de amargura; bajo la necesidad de pasar página y abrirse a una reconciliación difícil pero imprescindible.
El camino de Muraday por la integración texto-danza se corresponde con una tendencia creciente hacia caminos abiertos por un coreógrafo y personaje en escena que ha encontrado una magnífica vía de expresión en distintas facetas del movimiento escénico y la dramaturgia, dentro de una modernidad cada vez mejor asumida. El punto peculiar de estas participaciones de Muraday está en que no se reinterpreta un texto desde un aporte de danza contemporánea, sino que desde la concepción texto-coreografía aparecen concebidos como un todo común.