Cultura & Audiovisual / Equipo Lux ■
En marzo pasado quienes tuvieron la ocasión de vivir la estremecedora ópera de Prokofiev ‘El ángel de fuego’ en la versión escénica de Calixto Bieito representada en el Teatro Real, salieron con la mente atrapada durante horas y días por la excepcional inmersión en un torbellino de pasiones desatadas, bajo la intensidad musical y escénica, sin un instante romántico, y una acción en lo que constituye una turbadora experiencia.
Lo increíble es que el milagro se repite de nuevo con ‘Juana de Arco en la hoguera’, un montaje tocado de gracia de Alex Ollé (La Fura del Baus) con una dirección musical que sabe combinar la contundencia con la extrema sensibilidad gracias a Juanjo Mena, donde pasión y lirismo se palpan con los dedos en esta producción del Teatro Real y la Ópera de Fráncfort sobre la partitura de Artur Honeger (1892-1955).
Autor franco-suizo cercano a las vanguardias de la tercera década del XX, compuso un oratorio con partes recitadas en once escenas sobre el poema del católico Paul Claudel (1868-1955) en torno al personaje de Juana, referencial para la historia de Francia. Estrenado en 1938 en Basilea por encargo de Ida Rubinstein, y acogido con protestas en su estreno francés en un tenso momento de la historia europea, sólo en 1942 se pudo ver en Suiza en la versión escénica, representada en la posguerra europea en París y Nápoles en 1953, lo que dio pie a que Rossellini rodara la correspondiente película, con Ingrid Bergman que ya había interpretado el personaje en Hollywood en 1948 en el filme de Víctor Fleming. Bergman y Rossellini estuvieron en la representación que de esta obra hizo en 1954 el Liceu de Barcelona.
Pero nada tiene que ver la estética de aquella producción con la que ahora ofrece el Real en este espectacular, sobrecogedor y audaz oratorio donde hasta Alex Ollé se reinventa: apenas hay proyecciones de vídeo (salvo la quema final), ni arneses, y por el contrario, se mantiene la ‘furera’ plástica oscura, bárbara, sucia y no sólo en lo estético, sino en lo moral, de este inmenso panel donde coros reforzados, actores y ‘performers’ viven ese descenso a los infiernos antes de la subida al cielo de la santa traicionada por su propio rey.
La producción se permite tener al frente del personaje de Juana a una actriz como Marion Cotillard, ganadora de un Oscar
El espectáculo es sobrecogedor, y sin descanso alguno toca buena parte de las fibras sensibles de quien asiste a esta experiencia inmersiva que a nadie deja indiferente. Hay un prólogo de un acentuado lirismo dramático sobre ‘La demoiselle élve’ (‘La doncella bienaventurada’) de Debussy (1862-1918) con libreto de Dante Gabriel Rosetti que cantan con una absoluta delicadeza la soprano Camila Tilling y la ‘mezzo’ Enkelejda Shkosa en lo que constituye un finísimo prólogo, antes de que se abra el excelso dramatismo de la obra de Honeger. Pero en lugar del convencional tratamiento escénico casi sacro, lo que se precipita sobre el espectador es un descenso a los infiernos donde con la figura de Juana de Arco como catalizador y víctima caben todos los horrores del género humano y del poder. El envoltorio escénico es arrebatador y conduce a un dramatismo exacerbado donde la pasión, la avaricia y la fe se entrecruzan en un violento huracán. Importantísimo el papel del coro, en este caso también reforzado, que participa en ese juego escénico-teatral con singular entusiasmo, lo mismo que el coro infantil.
Al tratarse de un oratorio, no de una ópera, son simultáneos los recitados y diálogos con las partes musicales cantadas, y Juanjo Mena se ha lucido en este nada fácil ensamblaje. La producción se permite tener al frente del personaje de Juana a una actriz como Marion Cotillard, ganadora del Oscar a la mejor actriz por su personaje de Edith Piaff. Ella está omnipresente, con una gran seguridad en escena, trabajadora hasta la extenuación, y perfectamente integrada en la acción escénica. Junto al actor belga Sebastien Dutrieux (Padre Dominique), las sopranos Sylvia Schwartz (La Virgen), Elena Copons(Marguerite), la mezzo Shkosa antes mencionada (Catherine), Charles Workman, o Torbe Jurgens, entre un amplísimo conjunto de actores y cantantes que llenan la escena de acciones simultáneas, y en la que cada miembro del coro o ‘performers’ interpreta a un personaje con una cuidadísima dirección escénica donde se ha sabido pulsar el nervio dramático extremo que se ocultaba bajo esa partitura sublime. Las acciones simultáneas que se viven a lo largo del escenario están muy conseguidas proponiendo un envolvente relato dramático-musical.
Las ocho funciones hasta el 17 de junio son una oportunidad única de encontrar una producción con este calibre. Habría que pedir al Real la futura reprogramación de algunos de sus títulos de referencia, como los que se han visto en los últimos meses. La experiencia de esta producción hay que vivirla sin prejuicios, con la sensación de sumergirse en un laberinto de odio, religión y pasión, bajo el formato de una pesadilla bárbara, donde el ritmo escénico y musical es electrizante.