Crónica Mundana / Manuel Espín ■
Son muchas las inquietantes preguntas tras el estallido de otro conflicto armado en Sudán: ¿está la comunidad internacional preparada para afrontar otra crisis humanitaria generada por una guerra, con los consiguientes desplazamientos de población y oleadas de refugiados? ¿Podría ser el destino de este enorme y fragmentado país una repetición de la lamentable historia de sangrías en el Congo? En ambos casos, Estados enormes, potenciales poseedores de gigantescos recursos, con una población maltratada durante años y siglos por los más diversos colonialismos, y bajo unas endebles y nada democráticas estructuras de poder a partir de la obtención formal de la independencia política.
“El enfrentamiento entre el Ejército y los paramilitares que deberían haberse integrado en las fuerzas armadas amenaza a una población que depende de la ayuda exterior”
Desde que en la mitad de los 50 dejó de ser oficialmente una colonia, se han sucedido en Sudán dos largas guerras civiles, entre 1955 y 1972, y de 1983 a 2005, y sucesivos golpes militares con sus consiguientes conflictos armados. El último tiene lugar estos días con el enfrentamiento entre las tropas dependientes de un gobierno surgido tras un golpe (2019) contra el dictador Omar Al Bashir y los paramilitares de las Fuerzas de Apoyo Rápido que deberían haberse integrado en las fuerzas armadas con vistas a un proceso democrático que llevara al poder a los civiles; sin que se conozcan las capacidades de cada bando ni cuál pueda ser la evolución de la tensión en los próximos días. Las bandas armadas acusan a los militares de actuar a favor de Bashir, el dictador derrocado hace cuatro años.
Terrible el número de víctimas civiles estimadas por observadores internacionales, que apenas se han podido mover de la capital, Jartum, y lo cruento de una situación en la que no se respetan las convenciones internacionales, con ataques a diplomáticos de la Unión Europea y Estados Unidos, y la muerte de cooperantes en programas de alimentos. La embajada americana dice mantener contacto con ambos bandos buscando un alto el fuego, en el que también colaboran la OUA y otros Estados africanos.
El impacto de los sucesivos conflictos en este enorme país se sucede desde hace décadas, entre ellos la escisión de una parte de su territorio, en 2011 para crear otro estado, Sudán del Sur. Las tensiones tienen que ver con la falta de capacidad para integrar a las complejas identidades que lo componen: musulmanes de diferentes ramas, animistas, cristianos de distintas familias y procedencias, una gran parte del país de cultura musulmana frente a otra vinculada al África negra… Ese difícil y no resuelto cruce de pueblos y formas culturales más allá de las religiones está en la base de su permanente conflicto.
Son increíbles las dimensiones de su territorio (1.861.000 kilómetros cuadrados), más de tres veces superior al de España, donde el desierto y la sabana africana se dan la mano, en una república que tiene fronteras con muchos países. En el que sigue siendo un misterio su número de habitantes, que podría alcanzar los 48 o 49 millones, dada la inexistencia de censos recientes y creíbles. Cuya dependencia del sector agrícola es máxima, casi el 80% de sus recursos, y por lo tanto extremadamente sensible a las sequías, a las condiciones del cambio climático, con las consiguientes hambrunas… Donde los recursos naturales son importantes, respecto a gas o minerales, y con una costa de gran importancia estratégica y pesquera.
Desde el punto de vista humano, Sudán debe preocuparnos por el mantenimiento de códigos muy estrictos respecto a las mujeres, donde pervive una práctica tan vergonzosa como la mutilación genital femenina, y ellas siguen teniendo problemas para vestir como quieran.
Sus gobiernos han oscilado entre formas de islamismo de colores encendidos a otros que han tratado de buscar el modus vivendi con Occidente y a su vez las inversiones de esa parte del mundo con lo que en teoría podría parecer el inicio de un proceso de modernización, que en los últimos años ha tratado de asumir formas de relación con el exterior (entre otras cosas, el reconocimiento de Israel en 2020, gracias entre otras cosas a las presiones/ayudas americanas).
La carencia de una verdadera estructura estatal federal, en un país fragmentado desde el punto de vista cultural fracasado en la integración de las diversas identidades bajo un proyecto plural, unitario y modernizador, está en la base de los conflictos. El último golpe de Estado, previo a la crisis de la pandemia, repitió el guion de todos los golpismos, con la promesa de elecciones libres para la formación de un gobierno democrático y la entrega del gobierno a los civiles. Pero quien ‘a hierro mata…’ da alas a que cualquier facción armada decida implantar su ley de la fuerza; y ahora las fuerzas paramilitares se enfrentan al Ejército, en lo que constituye otra fase de un conflicto civil continuado desde 1956.
La crisis es potencialmente peligrosa por los impactos de las sequías bajo una agricultura sin mecanizar, en una población que sobrevive por la ayuda de agencias internacionales y de la cooperación (buena parte de las cuales ahora se retiran de este peligroso territorio tras el asesinato de quienes participaban en programas humanitarios). En las difíciles condiciones de zonas no siempre controladas por el gobierno de Jartum, con el caldo de cultivo para que florezcan grupos yihadistas, y se repita la sucesión de matanzas por motivos supuestamente religiosos e intereses vergonzosos.
“La UE y EE UU, preocupadas por la falta de respeto a las misiones diplomáticas y a las organizaciones humanitarias”
El mundo no es el de los 50 y cualquier crisis, aunque se produzca en un Estado llamado ‘periférico’ (anticuada terminología eurocentrista), tiene inmediata repercusión en el resto del mundo (véase el caso de Ucrania y la inflación), con las oleadas de desplazados forzosos (Siria, Eritrea, Libia…). En una relación que va más allá de la distancia o la duración en tiempo de los viajes, y se vincula con la explosión de las comunicaciones. La superficie del planeta se contempla con detalle en el mapa del satélite que se ve desde el ordenador; pero ese mapa es incapaz de interpretar las diametrales diferencias o las condiciones humanas de sus pobladores. Sudán no es ‘periferia’ porque ese concepto pasó a mejor vida, y sus impactos no se pueden dejar a un lado, más allá del dolor o la indignación ante la crisis humanitaria que parece aventarse a la vista de las circunstancias.