Cultura y Audiovisual / Equipo Lux
El control sobre el orden público fue una norma básica de la dictadura de Franco. Oficialmente en esa sociedad no podía haber delincuencia, y cuando ésta se manifestaba se la reprimía o reconducía a través de la ‘labor redentora del Estado y la Iglesia’. La censura fue especialmente vigilante para impedir que en la cultura o los medios aparecieran situaciones que aunque habituales en otros países carecían de sentido en la Nueva España. Hasta finales de los 50 los periódicos estaban autorizados a publicar sólo dos noticias sobre sucesos a la semana. En 1952, la salida de ‘El Caso’ focalizaba esa temática en un medio popular donde los delincuentes podían proceder del ámbito gitano, las minorías o las ‘víctimas de la mala vida’.
“Entre 1950 y 1963 se rodaron más de un centenar de títulos, del panegírico a la policía de Franco, al melodrama negro, o las películas sobre demoniacos comunistas típicas de los 50”
Dos noticias de impacto provocaron un enorme agujero en el modelo: el atraco a la joyería Aldao en la Gran Vía de Madrid de 1956, y algo más tarde los crímenes de Jarabo; sucesos rodeados de morbosidad, donde había sexo, drogas y descarado clasismo, en una época en la que no se podía hablar abiertamente de ninguno.
En los 40 se publicaron algunas novelitas españolas policíacas de kiosco, pero la mayor parte de los títulos de la novela negra, tan típico de la posguerra mundial, tardaron en llegar; a partir de 1949 fueron saliendo traducciones de Simenon. Época en la que se estrenaron películas americanas de ese género; aunque parte de ellas se prohibieron, como ‘El cartero siempre llama dos veces’. Esa coirriente, unida a una estética realista o neorrealista apareció timidamente en España a través del género policíaco, que tuvo dos primeros títulos de éxito: ‘Apartado de correos 101’ y ‘Brigada criminal’ en 1950. En ambos casos homenajes a unas fuerzas del orden tan distintas a las de un sistema democrático. Pese a esa exaltación se dejaban entrever delitos como el tráfico de drogas o formas de delincuencia, en la que triunfaba el policía varonil y de una pieza.

En 1952 ‘Surcos’ daba un paso adelante. Con un personaje tan siniestro como ‘Chamberlain’, un corrompido especulador de guante blanco. Franco autorizó la película tras verla en privado porque su director J. A. Nieves Conde era falangista, lo mismo que los guionistas Eugenio Montes, Torrente Ballester y Natividad Zaro, y se había rodado para disuadir a los potenciales emigrantes a la ciudad, exponiendo las ‘lacras de la urbe’. Por vez primera se mostraba una oficina de empleo con largas colas de demandantes.
El olor a turbiedad social estaba presente en dramas como ‘Muerte de un ciclista’ (Bardem) y en otros títulos de género. La peculiaridad del caso español es que se hicieran películas policíacas o cercanas al ‘thriller’ con una censura que impedía la exposición de conductas consideradas fuera de su estricta moral. Los ‘malos’ y pecadores solían morir en la última escena tras haberse arrepentido: tenían que pagar con su vida. A través de esos resquicios se evidenciaron situaciones antagónicas al discurso público del franquismo; en un género donde también cabía el panfleto anticomunista, con argumentos sobre infiltrados desde el exterior, ‘agentes del comunismo’ para atracar o provocar actos terroristas y alterar la ‘paz de Franco’. Las historias policíacas dieron lugar de la mano del productor-director catalán Iquino a las primeras dobles versiones: para España y el exterior.
Recién publicado (y con una referencia a que está impreso en la época post confinamiento) el libro ‘La edad de oro del cine policíaco español’ (Calamar Ediciones) donde participan Tonio L. Alarcón, Elisa McCarglan, Antonio José Navarro, Juan Andrés Pedrero, José Luis Salvador y Francesc Sánchez Barba, con prólogo de Eduardo Torres-Dulce, analiza con acierto ese fenómeno. Más allá de un texto para cinéfilos, ofrece una apasionante interpretación sobre las constantes sociales, económicas y políticas de aquella dictadura en los años previos al desarrollismo. El contenido describe una sociedad donde no había otra verdad que la oficial. En la que pese al férreo control se dejaban entrever situaciones y perfiles marginales. Imaginemos la turbia historia de Durremat en ‘El cebo’, dirigida por Ladislao Vadja en 1958 sobre un asesino pederasta, autorizada porque sucede en Centroeuropa al tratarse de una coproducción. Pero también la trama de la casi desconocida ‘Hombre acosado’ (1952), realizada por Pedro Lazaga tras volver de la División Azul, donde el prototípico actor ‘héroe franquista’ de posguerra (Alfredo Mayo) es un corrompido especulador, en un relato en el que no aparece ni un solo policía, y se ven escenarios naturales del Madrid de la época, estaciones del Metro y las obras del Edificio España. Interesantes las localizaciones de este género, del Raval al Rastro, y los polos Barcelona-Madrid con sus variantes.