Con Derecho a Réplica / Raimundo Castro. Periodista y escritor
Este artículo de Raimundo Castro se inscribe en una serie en la que obtenemos la opinión de personas de alta cualificación y mente abierta sobre Pedro Sánchez, un personaje polémico y de gran complejidad que despierta fuertes pasiones, grandes elogios y fuertes descalificaciones.
No se sabe si es valentía o fuga hacia adelante. Pero de Pedro Sánchez se puede decir todo menos que es un cobarde. Y lo tiene bien acreditado con su acelerada carrera política dentro y fuera de su partido, como líder socialdemócrata y como presidente del Gobierno.
Como mucho, frena. Aunque ello suponga quedarse en el pasado reciente de los retrocesos y recortes de los últimos Gobiernos del PP que quiere cambiar. Pero nunca da la marcha atrás. Si en lugar de haber jugado a baloncesto (su gran pasión deportiva) en el Estudiantes de Madrid, hubiera apostado por el fútbol, su lema sería el sempiterno “¡Aurrera beti!” (Siempre adelante) de la Real Sociedad de Donosti.
Ha madurado. No cabe duda. Ha templado el ímpetu. Pero no ceja en su deseo de avanzar ni, en este mundo desquiciado por una derecha radicalizada cada vez más ‘trumpizada’, pierde la fe en que la sensatez acabará imponiéndose, al menos en la Unión Europea. De hecho, me cuentan sus allegados que está convencido de que la modernización de España gracias a los fondos Next Generation devolverá a la Europa de la Unión –incluso, y especialmente, a Españ– a la forma de hacer política anterior a la crisis económica que precedió a la pandemia y que el Covid-19 ha agudizado favoreciendo el fanatismo de toda índole. Sueña con la recuperación política de las oposiciones constructivas. Y cree que el dinero europeo puede ser la savia que inyecte las venas del Occidente europeo con la fuerza necesaria para reconstruir una democracia que, aunque imperfecta, sea el mal menor de lo que se avecina.
Sánchez aborda esa tarea libre, por fin, de rasputines como Iván Redondo. A quien, por cierto, algunos, inspirados en su anterior servicio a dirigentes del PP como Albiol o Monago, llamábamos en el Congreso no Rasputín sino Bertrand du Guesclin, el autor de la presunta frase “Ni quito ni pongo Rey, pero ayudo a mi señor” cuando colaboró en que Enrique de Trastámara matara a Pedro I –“el Cruel” para los vencedores y el “Justo” para los derrotados–, aunque variando la última frase por “pero ayudo a mi bolsillo”.
Con la recuperación del entendimiento total entre La Moncloa y Ferraz, me dicen los que saben que también ha recuperado la tranquilidad que, en el fondo, no perdió nunca. Al menos totalmente. Ni siquiera cuando dormía pensando en que Pablo Iglesias –quien le había dicho en el Congreso que nunca volvería a ser presidente sin Podemos– era su vicepresidente.
En realidad, Sánchez siempre hace de la necesidad virtud. Y ya entonces, en la primera investidura fallida por el voto contrario de Podemos, había tomado la más dura decisión que le correspondía: ofrecer que los alternativos al PSOE por la izquierda formaran parte del Gobierno central, algo que le desaconsejaban todos los gobernantes de la Unión Europea y que encabritaba al ya de por sí encabronado Donald Trump, entonces presidente de los Estados Unidos. Una decisión que entonces nadie pareció considerar, pese a su atrevimiento histórico.
Pero su carrera política ha estado siempre salpicada de atrevimientos, de superación de retos. Y ahora ha entrado en una fase semejante a la que José Luis Rodríguez Zapatero adoptó nada más ganar la Secretaría General y siendo después presidente: integrar a sus adversarios. Incluso a quienes le traicionaron. Asesorado por José Blanco, el padrino de todos ellos, recuperó a Oscar López y Antonio Hernando para conectarle tanto con el partido como con la Unión Europea (gracias a la empresa Acento que el exsecretario de Organización socialista creó en Bruselas). También ha recuperado a Adriana Lastra para coordinar la acción de Gobierno, partido y grupos parlamentarios, lo que por cierto demuestra que el presidente apuesta por concluir la legislatura con los socios de la investidura dado el buen entendimiento de la vicesecretaria socialista con Gabriel Rufián, Aitor Esteban y Oscar Matute, entre otros portavoces menores.
Y su madurez le ha llevado a pactar con Felipe González y la vieja guardia crítica, se supone que a cambio de darles juego en sus negocios internacionales y hacer caso a sus consejos sobre la tarea de entendimiento entre socialdemócratas europeos, empezando por Olaf Scholz, el nuevo canciller alemán.
Alguien debió decirle, cuando González, Guerra y los demás cuestionaron su liderazgo apoyando a Susana Díaz (con quien también ha pactado enviándola al cementerio de elefantes del Senado) y, posteriormente, arremetieron contra su política de pactos con ERC, PNV y los demás, especialmente Bildu, que no tendría mayor problema con ellos cuando se pusiera el traje de presidente del Gobierno. Porque eso de cuidado con él, que se ha puesto el traje de secretario general, o el de presidente, pesa mucho en el PSOE de las últimas décadas. Y en todos los partidos, por supuesto.
Pero eso no hacía falta que se lo dijera Iván Redondo. Lo sabía él solo muy bien. Tanto que hasta llegó a tener un enfado muy grande con Felipe VI porque, cuando estaba en medio de la pelea interna del PSOE, le pidió que le permitiera presentarse de nuevo a la investidura para devolverle el favor de haberse presentado él cuando Rajoy no quiso.
El Rey le dijo que el PP había crecido en votos y le había pedido presentarse él a la investidura, mientras que el PSOE había perdido cinco escaños respecto a las elecciones que se repitieron por la tozudez de Sánchez e Iglesias. Y no hubo nada que hacer. Como bien lo definió un barón socialista, no fue importante. “Están condenados a entenderse”, explicó sonriente. Y así ha sido también.
En la acción política, ni los reyes ni los presidentes tienen amigos. Prima el interés. Y respecto a los amigos, a los de verdad, los de abajo, Sánchez tiene bien acreditado que sabe mirar para otro lado. Nunca se moja por nadie si no lo hace para demostrar, arriesgándose a un corte de digestión, que no hay peligro nuclear en Palomares. Pero eso, dicen que se dice, es lo que tiene gobernar.
Sánchez no es precisamente heroico, pero sabe cuándo hay que arriesgar. Y ha aprendido lo mejor –y lo peor– del conde de Romanones. Por eso durmió tranquilo con Pablo Iglesias. Por supuesto en habitaciones separadas, como nuestros reyes con sus esposas. O al revés, qué menuda era Isabel II, cuyo salón de siesta en el Congreso tenía divanes de ensueño para huir del palco con un general y cuya mesa de despacho –que utilizaban Adolfo Suárez y Felipe González en el Palacio de La Moncloa y no sé si los sucesores se han librado de ella– era más famosa por sus derrapes sexuales que por los papeles de Estado que firmaba.