Crónica Mundana / Manuel Espín
El más que descarado coqueteo de Trump con una base republicana formada en buena medida por trabajadores de pequeña o mediana cualificación pertenecientes a lo que en otros momentos se ha llamado clase obrera no es ningún secreto. En las últimas semanas se ha referido a “los privilegiados clasistas de Wall Street”, pero especialmente a quienes “se llevan las fábricas al extranjero” e “importan productos fabricados en otros países para su venta en Norteamérica hundiendo a las empresas locales”. El discurso va más allá, se desprecia a las universidades y sectores ‘liberales’ –en terminología americana, equivalente al progres que usa la ultraderecha europea– y a los medios de comunicación –singularmente al ‘The New York Times’, considerado una referencia mundial en el periodismo– y se ataca a quienes “han permitido la llegada de inmigrantes para quitar trabajo a los obreros nacidos en el país”. El colchón electoral de Trump se sitúa en esa base de escasa cualificación técnica y profesional, que recela tanto de los “capitalistas de la Bolsa de Nueva York” como de los intelectuales, artistas y medios, calando un mensaje nacionalista y patriotero en el que el presidente aparece como el personaje que ha torpedeado el Tratado Internacional de Comercio, que no está dispuesto a permitir la competencia de la Unión Europea ni de China, ni de que por su aplicación los obreros americanos pierdan trabajo. A esto hay que unir un supremacismo de tonos variados: un obrero blanco está escalones por encima de un negro o un latino, y no puede ser tratado a su nivel.
“Trump levanta entusiasmos entre los obreros y empleados menos cualificados a los que halaga con un discurso antiinmigración de enfervorecido nacionalismo”
El tono de esa retórica no es nuevo; estaba presente en los fascismos de los años 20 y 30 donde se atacaba tanto a los partidos de izquierda como, en términos genéricos y ambiguos, a la Banca y al capital, que en los movimientos más racistas incluía a los plutócratas judíos. Trump está lejos de esas formas estéticas, no necesita la uniformidad de los camisas pardas o azules, ni el paso de las botas uniformadas, porque el contexto no es el mismo; pero los discursos cargados de retórica tienen puntos en común. Ahora califica a Biden de “socialista”, lo acusa de “favorecer a Cuba y a Venezuela”, y de querer “desarmar a las industrias americanas sumiéndolas en el desempleo y los cierres de fábricas” al permitir la entrada de productos extranjeros y la deslocalización de empresas. Bajo ese exagerado esquema, el rico capitalista o banquero se convierte en un abstracto enemigo que traerá mano de obra extranjera más barata –en este caso latinoamericana– expulsando a millones de americanos del mercado de trabajo.
Focalización de males en el inmigrante
El mensaje tiene aspectos familiares al que desde hace décadas utiliza el Frente Nacional en Francia, copiados por la Liga Norte en Italia y por la extrema derecha alemana, buena parte de cuyos votos proceden de barrios y zonas obreras o de clase trabajadora. Su primer impacto es la focalización en el inmigrante de la pérdida de calidad y el deterioro de servicios públicos esenciales, especialmente la sanidad y la educación, saturadas por la presencia de extranjeros e ilegales mientras se posterga a los nacionales. El contenido es muy sensible en barrios y zonas de las periferias donde aparecen grupos de no fácil asimilación cultural, mal integrados o con poblaciones de aluvión, disputando con ciudadanos de origen en casi los mismos terrenos sociales, y a quienes es fácil seducir con el argumento de la expulsión de extranjeros o la construcción de muros como el de Trump. Cuando además aparece una pequeña delincuencia común de gran percepción en la vida cotidiana el terreno está abonado para esos discursos.
“El Frente Nacional de Le Pen logró su granero de votos en barrios donde antes se votaba a socialistas y comunistas”
La creciente seducción de sectores de clase trabajadora por la ultraderecha es un factor que apenas ha sido considerado ni analizado por demócratas-liberales-progresistas. El viejo referente marxista de la clase obrera como vanguardia del socialismo corresponde a una sociedad distinta a la actual, donde aparecen nuevos grupos –todavía más tras la crisis de la última década– de clase media, y para quienes contenidos como la lucha contra el cambio climático, el acceso a la vivienda, los derechos civiles, la libertad de expresión, la igualdad de género o la diversidad LGTBI son aspectos fundamentales de una acción de gobierno; frente a sectores de trabajadores donde aún no han calado esos contenidos. Y el relativo fracaso de organizaciones políticas y sindicales en acercar sus mensajes a potenciales electores en creciente fase de transición, evitando distorsiones (un ejemplo: en su día en las elecciones catalanas ICV utilizó en parte un discurso obrerista procedente del PSUC, mientras el análisis en la composición de sus votantes indicaba que procedían de la clase media urbana y no tanto de la trabajadora, tradicional votante del PSC). Pero, sobre todo, la necesidad de los poderes públicos, en la atención a las zonas socialmente peor atendidas en cuanto a servicios públicos y más olvidadas –especialmente en un momento como el presente con la crisis de Covid-19– donde la percepción social se focalizaría hacia el inmigrante como competidor y ‘responsable’ de ese deterioro; y no hacia la falta de inversiones públicas en servicios esenciales.