Crónica Mundana / Manuel Espín ■
Saltan a la vista las limitaciones argumentales a las que se enfrentan los autores europeos de ‘thriller’ frente a los americanos, capaces de crear escenas con madres de familia con un revólver cargado en la mesilla de noche, repartidores de ‘pizzas’ a domicilio que portan armas, y médicos que visitan a pacientes con pistola en la guantera del coche. Mientras en Europa, como norma general, sólo miembros de cuerpos de seguridad o marginales las tocan. Incongruencia norteamericana: en varios condados los menores de 18 años tienen prohibido adquirir alcohol y a veces preservativos, pero consiguen armas y munición como una bebida de cola. La matanza de Texas, con 21 personas abatidas, por un francotirador de 18 años que había podido conseguir 1.657 cartuchos sin apenas limitación, vuelve a poner en evidencia el riesgo de basar la libertad de portar y usar armas en el respeto a la tradición, en este caso refrendada por la Segunda Enmienda de la Constitución.
“La matanza de Texas vuelve a demostrar como la falta de control en el uso de armamento es una tentación para que personas mentalmente enfermas canalicen sus frustraciones hacia actos sangrientos”
Desde la sociedad de los pioneros de 1787 hasta el siglo XXI ha llovido mucho y la realidad tiene poco que ver con las ‘leyes de la frontera’; las constituciones, por muy antiguas que sean, como la americana, están para ser cambiadas y adaptadas a nuevas realidades y valores. Escudarse en el respeto radical a las libertades individuales y en una tradición que da derecho a comprar y vender armas como cromos, de la manera como lo hace la extrema derecha norteamericana, acaba por convertirse en una amenaza para la vida, la seguridad y los derechos de la ciudadanía. La responsabilidad última de las tan repetidas acciones violentas pertenecen directamente a sus autores, la mayor parte personas problemáticas, con traumáticas infancias, enfermedades mentales y frustraciones; pero el hecho de que tengan libre acceso al uso de armas facilita que la tragedia se ofrezca en bandeja. Es comprensible la impotencia de Biden y de un sector muy importante de la sociedad norteamericana ante la imposibilidad de establecer controles a la comercialización de armas, no sólo por el artículo de la Constitución, sino por la omnipresencia de un poderoso ‘lobby’ que impide una mayoría parlamentaria, y se identifica con la ultraderecha, para quien la disposición sobre portar armas es un referente. Grupo que constituye uno de los pilares donde se asienta el ‘trumpismo’. El expresidente ha abogado tras la matanza por instalar detectores de metal en los colegios, rechazando lo que denomina “política de la extrema izquierda” de limitar el uso de armas: «La única manera de frenar a un mal tipo con un arma es un buen tipo con un arma», afirma.
En nuestra sociedad, desde una concepción de respeto a los derechos humanos, la tradición se justifica cuando no colisiona con las ideas de igualdad, democracia, y de respeto a la diversidad. Asumir el respeto a la tradición, en forma de un todo casi inamovible representa asumir la esclavitud, el sexismo, la desigualdad de género o el clasismo más furibundo. Buena parte de los integrismos contemporáneos se basan en una interpretación a su favor de esas tradiciones, ya sean religiosas o sociales, que justifican prácticas tan horrendas como la mutilación genital, los casamientos obligados de las mujeres, la negación de su identidad y su ubicación en un espacio inferior al del hombre, sólo por el respeto a prácticas a las que se rodea de un halo de misticismo casi religioso.
“Sólo debe respetarse la tradición capaz de conciliar con valores democráticos, y eliminar la que no encaje en una sociedad con derechos de ciudadanía e igualdad”
El pretendido argumento del respeto a las tradiciones tampoco sirve para justificar formas monárquicas y actitudes obsoletas. Por contra, las únicas monarquías con capacidad para sobrevivir bajo sociedades democráticas y progresistas son aquellas capaces de asumir en su plenitud los valores republicanos, no sólo los de las revoluciones liberales del XVIII y XIX, sino la Declaración Universal de Derechos Humanos, los principios del Estado del Bienestar y los valores de una sociedad igualitaria en todos los terrenos, tanto de género como LGTBI. La diferencia de contextos se evidencia en las contadas formas monárquicas europeas contemporáneas en las que está por delante la asunción de valores republicanos por encima del vínculo de la sangre, frente a las feudales amparadas en el maná del petróleo, donde todavía se mantiene la poligamia, la pena de muerte, los castigos corporales o la inferioridad de las mujeres.
Con cierta frecuencia, las administraciones educativas detectan situaciones como la de alumnas con nivel de integración y buena perspectiva académica, que desaparecen del centro porque su familia las ha decidido casar en contra de su voluntad. Aunque el supuesto esté sancionado en España, en la realidad social se evidencian situaciones de difícil identificación en la que al amparo de la tradición son obligadas a aceptar compromisos donde se niega su capacidad de decidir.
Ante cualquier duda o interpretación, es la tradición la que debe ser sacrificada. De la misma manera que el respeto a la libertad de creencias no justifica las situaciones que colisionan abiertamente con los derechos humanos en su sentido más amplio, y especialmente con los relacionados con la igualdad de género. Una tradición en las sociedades hasta el XIX también era la esclavitud, como todavía hoy lo sigue siendo el patriarcado o la violencia de género; y por eso hay que erradicarla sin respeto porque éticamente es insostenible e inadmisible en una sociedad democrática.
“Desde la perspectiva occidental, sólo tienen cabida aquellas monarquías capaces de asumir en su plenitud los valores republicanos”