Crónica Mundana / Manuel Espín
Tras el final del toque de queda se acumulan casos de violencia de género y violencia vicaria. Hace un año las opiniones de una ministra sobre que los hijos no son una propiedad de los padres fueron interpretadas como que «niños y niñas no pertenecen a los progenitores». Visto con equidad y sentido del equilibrio esto es una realidad cuando en la disputa entre una pareja se utiliza a los descendientes como rehenes, piezas de recambio, se los secuestra como posesión privada, y utiliza para chantajear, zaherir o hacer daño al excónyuge, aunque sea a costa de su eliminación.
“Es necesario abrir un debate lejos de la bronca política sobre las respuestas para salir al paso de la violencia machista y vicaria”
La sorpresa es que el ‘monstruo’ no tiene apariencia siniestra, podía pasar por alguien con quien todos los días nos cruzamos, convivimos y saludamos: un “chico de la puerta de al lado que nunca ha dado motivos de escándalo». El ‘buen chico’ del que los vecinos dicen que no han tenido quejas y al que han visto entrar o salir de casa. La violencia de género sigue enraizada en un sustrato social porque forma parte de una antidemocrática cultura de dominación en la que la mujer fue relegada a un papel secundario o complementario del varón. Una parte de ese sustrato pervive no sólo entre ciertos hombres ,sino también en mujeres que de forma consciente o inconsciente han acabado por asumir discursos de sometimiento obligado.
Un inciso para contar un par de situaciones. En una calle céntrica de Madrid y al mediodía una mujer española es agredida verbalmente por su pareja en los términos más despectivos: «Tú no vales más que para…(hacerme una felación)» a la vez que él la zarandea y tira del pelo. Ante los gritos y llantos, y tras el anuncio de haber llamado a la policía ella se revuelve contra la denuncia: «Mi marido puede ser bruto, pero en el fondo me quiere». Una frase que impacta por la asunción de una condición subordinada.
La segunda: periferia de populosa ciudad dormitorio; un hombre abofetea a una mujer a la salida de la estación de tren y le da manotazos empujándola contra un muro. Cuando el testigo, otro hombre más fuerte que el agresor, interviene para reducirlo y evitar que la siga golpeando, tras presentarse la policía el violento le acusa de haberle provocado, y la mujer no sólo calla, sino que se niega a denunciar a su pareja a la que da la razón para evitar que sea detenido. Es imprescindible realizar un intenso trabajo de pedagogía social contra la cultura del machismo.
Por desgracia, la violencia de género es un asunto que también ha transitado al terreno de la bronca política, cuando es puesta en solfa, negada o ridiculizada. Se ha visto en las pasadas semanas. No sólo desde algunas redes, sino desde profesionales ideológicamente muy sesgados se ironizó y descalificó a mujeres que denunciaban. Creer que la lucha contra esa cultura y lacra machista es una competencia de feministas y partidos de izquierda es un tremendo error. Se trata de un asunto de ciudadanía y de derechos humanos, y éstos corresponden a todos sea cual sea su ubicación ideológica o social.
Pero también hay que hacer una crítica: la imagen del activismo antimachista no debe corresponder sólo a mujeres, sino también a los hombres, y su presencia es decisiva en toda clase de iniciativas de rechazo, desde las concentraciones de protesta al desarrollo e implantación de una cultura basada en valores de igualdad. Desgraciadamente, la imagen pública de hombres rechazando y condenando en primer línea la violencia de género o el patriarcalismo no es dominante.
Sensibilización
El trabajo de sensibilización cultural en favor de la igualdad debe empapar la totalidad del tejido social, con especial incidencia en espacios institucionales, como administraciones, fuerzas del orden, o judicatura, bajo la necesidad de una mayor sensibilización respecto a las respuestas a las víctimas, así como la creación de redes de apoyo social y recursos contra quienes han sido agredidas.
Se echa en falta una mayor sensibilización hacia las presuntas víctimas de esa violencia o maltrato, pero a la vez una actitud más firme de repulsa contra el maltratador y el acosador sexual. Que no tiene por que ser el ‘monstruo malencarado, delicuescente y patibulario’ del arquetipo: puede ser ‘otro como nosotros’, incluso con una fenomenal carrera artística, científica o social, y un reconocimiento público, pero que en su espacio privado actúa como un depredador. No se trata de hacer revisionismo –la campaña contra el ‘genio’, pero a la vez el ‘machista Picasso’– sino de posicionarse desde el presente. Desde nuestra perspectiva contemporánea es inadmisible una segregación entre los dos espacios, privado y público, porque estamos hablando de verdaderos delitos que en otra época pasaban inadvertidos dado que correspondían a ‘lo normal’ dentro de una cultura patriarcal y de sumisión de las mujeres. El ‘me too’ no debe ser banalizado ni sometido a un tratamiento frívolo porque va más allá de lo mediático.
“En sectores de la sociedad todavía no se ha podido eliminar una cultura de desprecio a las mujeres bajo las más variadas y sofisticadas formas”
Desde la perspectiva de los Derechos Humanos o de la Constitución de 1978 es inadmisible que se sigan reproduciendo ciertas situaciones. Lo que viene a demostrar que por encima de leyes y normativas es necesaria la profundización en una cultura de valores de igualdad y de lucha contra el machismo y el sexismo. Trabajo que debe empapar a la totalidad del sistema social, desde el educativo al laboral.
Menciono una noticia inquietante de la pasada semana: en un colegio religioso de una provincia argentina un padre se rebela contra los contenidos de educación sexual según temario de obligada implantación en todos los centros, y dice que «su madre es la única que debe enseñar esos contenidos a su hija» porque «la educación corresponde a los padres» y «los profesores sólo han de ofrecer aprendizaje en torno a conocimientos técnicos». Es decir: la versión corregida del «los hijos son propiedad de un padre o una madre, o de los dos».
La repetición de casos de violencia de género hace necesario abrir con prontitud un debate social lejos de la bronca política para analizar en qué se ha fallado para que tras la existencia de normativas, discursos y sensibilización pública se repitan estos casos. A la vez que recorrer los itinerarios personales de todas las víctimas para conocer en qué aspectos han podido fallar las instituciones públicas y sociales frente a hechos que constituyen un grave atentado contra derechos ciudadanos fundamentales.