Crónica Mundana / Manuel Espín
La vieja discusión sobre los sistemas electorales, polarizados en modelos hegemónicos, como el de doble vuelta y el proporcional, se rearma tras el relativo fiasco simbólico de las presidenciales galas donde dos candidatos (Macron y Le Pen) que representaban a un porcentaje reducido de los electores han disputado la segunda fase, con un tercero (Mélenchon) que casi ha obtenido un resultado parecido al de Le Pen pero se ha quedado en tierra al no admitir el sistema más que a los dos primeros.
La próxima presidencia de la República en un estado donde ostenta tantos poderes está refrendada por los votos más dispares, bajo la teoría del ‘mal menor’, con el resultado de que la mayor parte de quienes han votado lo han hecho sin entusiasmo alguno, carentes de ilusión por la figura que encarna la máxima magistratura; quien en la primera vuelta ha alcanzado un porcentaje de votos que no representa a la tercera parte de quienes lo depositaron en la urna.
“Se aviva la discusión sobre el sistema a dos vueltas, referencial en Francia pero ahora criticado por su falta de representatividad, donde cada ‘finalista’ cuenta con más votos prestados que propios”
Estos días se recuerda en ‘La Vanguardia’ que Giscard d’Éstaign siendo presidente recomendó a Adolfo Suárez que no se implantara el sistema mayoritario a doble vuelta porque podrían haber ganado los votos unidos de socialistas y comunistas. Ese sistema gravitó durante mucho tiempo como una panacea para evitar la inestabilidad de los parlamentos, y a él se apuntaron con fervor los partidos tradicionales que ostentaban el liderazgo histórico del mapa político. Pero ahora se ha visto cómo quienes encarnaron ese modelo en Francia han salido derrotados sin paliativos, y ni Los Republicanos ni el PSF son capaces de asomar la cabeza con resultados desastrosos en la primera vuelta de las presidenciales, y que de producirse en otro contexto les arrojaría del mapa político y de las instituciones. El modelo estaba diseñado a la medida de un candidato carismático como De Gaulle, y se promocionó en el mundo como un factor de estabilidad que evitaba los parlamentos muy fragmentados.
Buscar la estabilidad a costa de distorsionar la representación de los electores tiene una primera consecuencia grave: la escasa credibilidad de Ejecutivos sin una amplia base de representación que gobiernan o gestionan porque el sistema electoral les ha concedido una sobrerrepresentación muy por encima de su verdadera fuerza electoral. Por el contrario, los sistemas proporcionales favorecen que en parlamentos, asambleas e instituciones aparezcan diversas siglas y corrientes de opinión, y se las obligue a la negociación de pactos, programas y acuerdos comunes ya sean de gobierno o puntuales. Este formato, con los riesgos de inestabilidad que pueda traer, al menos es mucho más favorable a la identificación de los diferentes puntos de vista de los ciudadanos con sus instituciones. Y para evitar la excesiva fragmentación se impone una barrera de un mínimo de votos que conceda representación a quienes superen un abanico que puede ir del 3 al 5%; aunque cuanto más alto sea ese porcentaje puede haber un mayor sentido de exclusión por parte de corrientes que no se encuadran en los partidos mayoritarios.
En España, el debate sobre el sistema electoral afecta a la gran distorsión que se produce entre el voto de las provincias de menor población y las grandes circunscripciones, con un sobrevoto añadido a las primeras que distorsiona la proporcionalidad, y otorga un plus indirecto a las candidaturas que concentran su voto en unas pocas circunscripciones, lo que da una sobrerrepresentación a los partidos nacionalistas en las instituciones del Estado. Cuando imperaba un partidismo casi perfecto PP-PSOE con pequeñas representaciones de IU y partidos nacionalistas, no cabía posibilidad de corrección del sistema; ahora, y tal como indican los sondeos, en próximas convocatorias aparecen muchas más siglas con capacidad de sentarse en las instituciones o de formar gobierno. El sistema favorece en general y salvo excepciones a las candidaturas unitarias; lo que para la izquierda es un verdadero reto dada su tendencia a la fragmentación y a la división.
La prioridad de la estabilidad frente a la representatividad tiene un precio: la desvinculación de un sector de la ciudadanía que acabará por no verse identificada con las instituciones; problema especialmente grave en tiempos de desafección hacia la política por parte de ciudadanos para quienes sus representantes significan muy poco. El camino debe ser precisamente el contrario: ensanchar la base de representación para favorecer una implicación en los asuntos públicos que vaya más allá del voto cada cuatro años.
“En España vuelve a ponerse sobre el tapete la posibilidad de que gobierne la lista más votada en municipales y autonómicas… aunque no represente a la mayoría”
En las últimas semanas vuelve a sonar tras la reunión Sánchez-Feijóo en Moncloa la posibilidad de un acuerdo para favorecer que gobierne la lista más votada en Comunidades y Ayuntamientos, evitando las negociaciones posteriores o los pactos donde se desdice todo lo que se afirma en los programas electorales. Esa pretendida estabilidad se consigue a base de reducir la representatividad. Así, un gobierno como consecuencia de quedar en primer lugar tras el recuento de votos puede no tener más que un 15 o 20% de los sufragios de la circunscripción, y por lo tanto que la mayoría de los electores no le hayan votado.
Es decir, algo parecido a lo ocurrido en Francia, donde su futura primera magistratura dotada con grandes poderes bajo un sistema donde su presidencia tiene una cierta proyección de monarca del antiguo régimen, en primera instancia no ha sido la preferida más que para una escasa cuarta parte del cuerpo electoral, y en segunda recibido los votos más dispares y por razones no siempre comprensibles.