Con Derecho a Réplica / Círculo Cívico de Opinión / Javier Rupérez, miembro del Partido Popular donde ha ocupado altos cargos, y embajador, entre otros países en Washington DC, es también escritor de temas políticos y de narrativa ■
Las ‘midterm elections’ en los Estados Unidos han tenido lugar en 2022 en un contexto inusualmente dramático, dada la herencia anticonstitucional generada durante la administración Trump y la posibilidad de que el Partido Republicano, seguidor de tal inclinación, tuviera un resultado ampliamente mayoritario. Por ello, el Círculo Cívico de Opinión decidió abrir una conversación al respecto, posteriormente refrendada por el texto que a continuación se ofrece, y que ha sido concebido y redactado por el Embajador de España, y socio del Círculo, Javier Rupérez.
Esas elecciones intermedias han llegado a convertirse en lo que los marcos temporales y políticos en esas circunstancias inevitablemente reclamaban: una especie de referéndum sobre la calidad o la falta de ella que en sus diversos aspectos merece la gestión del presidente de turno, tanto en su primer mandato como, si es que a ello ha accedido, en su segundo.
Con una clara consecuencia en el primero de los casos: los resultados de la elección intermedia condicionarán inevitablemente el planteamiento de las prioridades presidenciales para la segunda parte de su tiempo, y seguramente sobre la consiguiente posibilidad de que el ‘incumbent’, el que en ese momento se encuentra en la Casa Blanca, tenga la oportunidad de ser elegido para una segunda ronda.
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‘Midterms’ dramáticas: 2022
Joe Biden, tras dos años en la Casa Blanca, no era una excepción a la regla. Había llegado a la presidencia en 2020 tras unas elecciones ganadas en buena y regular lid, pero su gestión se había visto desde el principio confrontada con errores y dificultades varias: la retirada de las tropas americanas de Afganistán tras veinte años de presencia en el país había sido un visible desastre organizativo y logístico, al que pronto se vinieron a sumar los debates sobre sus políticas económicas y sociales y a los que, meses después, siguieron los derivados de la agresión rusa contra Ucrania y sus consecuencias domésticas e internacionales. A ello se sumaban las perplejidades que sus vacilaciones terminológicas suscitaban en el curso de sus intervenciones públicas, para muchos achacables a su elevada edad y a su correspondiente y supuesta inhabilidad para desempeñar sus funciones.
Y, sobre todo, quizás sobre todo, la maligna influencia que el derrotado Trump había retenido en el Partido Republicano cuando, tras alentar el golpe de estado que con la invasión del Capitolio el 6 de enero de 2021 había buscado la anulación de los resultados electorales, convirtiendo en estandarte del grupo la noción de que el sistema electoral americano estaba viciado en favor de los demócratas y que, en consecuencia, se debía proceder a su transformación inmediata, aprovechando para ello los resultados a obtener en las elecciones de ‘medio mandato’.
Para ello consiguió imponer como candidatos a las elecciones en sus diversos niveles un buen número de sus seguidores que, bien como legisladores nacionales, como gobernadores o como funcionarios estatales, podían influir en la remodelación del sistema electoral de manera que pudiera dotarle de procedimientos de exclusión según varios parámetros: el tiempo y los modos de la votación, los orígenes sociales y económicos de los votantes o los sistemas de recuento.
Todos ellos tenían como característica común la que el propio Trump no ha dejado de mantener desde su derrota en noviembre del 2020: que en realidad él había sido el ganador, que mantener lo contrario era una ‘big lie’, una gran mentira, y que en consecuencia aquellos resultados y otros por venir debían considerarse como fraudulentos. A no ser, naturalmente, que consagraran victorias republicanas.
Ello había conducido a una campaña electoral con perfiles esperpénticos en el que muchos de los candidatos republicanos, preguntados por los medios de comunicación si estaban dispuestos a aceptar los resultados de las votaciones, eludían la respuesta directa para afirmar seriamente que ellos iban a ganar y que sólo aceptarían esos resultados.
Formaban el conjunto de lo que se llegó con razón a llamar, porque ellos mismos así lo requerían, ‘election deniers’, los que negaban los resultados electorales habidos en 2020 y los que no estaban dispuestos a aceptar otros que no fueran los de la victoria propia. Las campañas electorales de las ‘midterms’ no suelen estar marcadas por encontradas propuestas de tipo económico o social, sino más bien centradas en los aciertos o en los errores del gobernante de turno y en la capacidad del adversario para marcar un nuevo y mejor camino.
En éstas de 2022 los mensajes y sus portadores republicanos tenían sólo dos directrices: la “gran mentira” y la consiguiente urgencia del cambio en los sistemas electorales. Con una lectura subyacente: Trump presidente en 2024. Desde hacía meses habían manejado con habilidad la proyección de sus mensajes a las redes sociales mientras el lado demócrata, que como el republicano no ha dejado de gastar sumas ingentes en la campaña promocional de sus candidatos, parecía resignado a sufrir el castigo habitual de estos comicios.
Ha sido sólo en las últimas semanas de la campaña cuando el Partido Demócrata ha sacado a las arenas públicas lo más caracterizado de sus protagonistas –algo Biden y Bill Clinton, pero sobre todo Barack Obama– con una reclamación universal y dramática en defensa de la democracia. Y recordando una previa recomendación: la de que los ciudadanos acudieran masivamente a votar para conseguirlo y, si fuera posible, incluso haciéndolo, tal como permiten las diversas legislaciones estatales, en fecha temprana y anterior al mismo día electoral.
Es notable en ese sentido registrar la existencia en las poblaciones americanas de buzones electorales dedicados en exclusiva a recibir, cuando los ciudadanos lo estimen oportuno, las correspondientes papeletas de voto. No son del gusto de los republicanos, que los consideran susceptibles de manipulación y alteraciones, pero han cumplido adecuadamente su función.
En un ambiente en donde, hasta la misma víspera electoral, parecía sin embargo llamada al estrellato la convicción de los republicanos, dispuestos a contemplar lo que ellos mismos llamaban ‘the red wave’, la marea roja de su éxito sobre los demócratas.
‘Midterms’ con sorpresa: no hay ‘marea roja’ republicana
Como ya es sabido y visible, y ante la agradable sorpresa de los demócratas y la palpable desazón de los republicanos, no ha sido así. Los demócratas han recuperado el control del Senado, y aunque los republicanos pudieran hacerse con la mayoría en la Cámara de Representantes, la diferencia de escaños sería tan exigua como para imaginar algunas eventualidades. Por ejemplo, que el mismo conjunto republicano experimentara en su seno divisiones o abandonos que acabaran, por convicción o por conveniencia, en el terreno de los demócratas.
En cualquier caso la situación refleja un cierto cambio con respecto al normalmente registrado en la serie de las ‘midterms’ –no puede calificarse a Joe Biden, presidente actual del país, como perdedor– y configura un equilibrio legislativo e institucional que en gran parte recuerda a lo que a menudo ha sido una constante en la historia política de los Estados Unidos: la presencia de un ‘divided government’ en donde la contraposición paritaria de fuerzas crea tantas dificultades como oportunidades.
Entre estas últimas, la de buscar y eventualmente obtener ciertos limitados consensos para mejor garantizar la prosperidad interior y la previsibilidad exterior. Llevará su tiempo y el correspondiente trabajo de los analistas el descubrir las razones por las que se ha producido este relativamente inesperado y en gran parte igualitario resultado.
Sobre todo, cuando las expectativas de unos y las previsiones de otros apuntaban a lo contrario. Teniendo además en cuenta que el dramatismo con el que se ha vivido la ocasión se correspondía poco con las percepciones habituales de similares momentos. Dramatismo que indicaba una preocupación: la de que un determinado resultado electoral, y en concreto el que ofreciera una victoria republicana, no sólo traería consigo la alteración de los números en las cámaras legislativas, sino también cambios profundos en el mismo sistema constitucional.
Y en ello no eran sólo los demócratas los que ponían de manifiesto su preocupación, sino los mismos republicanos los que afirmaban su voluntad de conseguirlo: Trump y sus seguidores del MAGA, “Make America Great Again”, no ocultan ahora, como tampoco lo hicieron cuando su jefe habitaba en la Casa Blanca, su proyecto de un país regido por normas nacionalistas en lo político, librecambista y descontrolado en lo económico, restrictivo en lo racial y en lo social y aislacionista y acomodaticio en lo internacional. Otro país, en definitiva.
La carta de presentación de Biden en este momento no era especialmente favorable al Partido Demócrata. Con un bajo índice de aceptación, aunque no fuera, en el 40% en el que se hallaba, muy diferente al que habían conocido sus antecesores en situaciones similares, debía además arrostrar la dureza de una inflación desorbitada para lo que el país conoce, una fragilidad personal a veces dolorosamente evidente y una cierta incapacidad para conseguir de sus correligionarios acuerdos fundamentales en terrenos económicos y sociales.
Al tener en cuenta todos esos factores es casi obligado concluir que el resultado de la votación no ha sido tanto un deseo de favorecer a Biden sino más bien el contra de Trump. Y que sean cuales sean los números finales, estas son unas ‘midterms’ ganadas por los demócratas y perdidas por los republicanos.
De manera aproximada es posible además recoger algunos indicios de los datos que han hecho posible el resultado. Es evidente, de un lado, la movilización masiva del votante demócrata. Que además ha utilizado las posibilidades que le ofrecía la votación por adelantado para depositar en los buzones correspondientes y cuanto antes su papeleta.
Movilización desde luego aconsejada por sus referentes políticos, pero también, aunque involuntariamente, debida a la misma campaña republicana, tan cargada de excesos populistas y anticonstitucionales que inevitablemente debían conducir al miedo y a su respuesta.
A ello cabe añadir lo que parece ser un incremento notable del voto femenino, tanto demócrata como republicano, debido al interés compartido en ambos sectores por ese segmento para devolver a la ciudadanía el derecho al aborto que había reconocido el Tribunal Supremo en su ‘Roe vs Wade’ de 1973 y anulado por la misma institución en junio de 2022, respondiendo a la orientación de la mayoría conservadora –seis frente a tres magistrados– que ya había configurado la presidencia de Trump.
De hecho, y tras la reciente decisión jurisdiccional que ha producido hondas divisiones en el mismo órgano, han sido varios los estados miembros de la Unión los que han aprobado legislaciones para mantener lo dictaminado en 1973 y varios han sido también los que para las ‘midterms’ habían incluido propuestas al respecto. Han sido aprobadas las que aparecieron en la papeleta electoral de California, Vermont, Kentucky y Montana, mientras que en Pensilvania y Michigan se atuvieron a la normativa ya existente.
El futuro no está escrito
¿Se presentará Trump a las elecciones 2024? ¿Y Biden? ¿Encontrarán republicanos y demócratas un cauce para la conciliación? No es que con ello quepa ignorar la importante —y en la práctica igualitaria— presencia del votante republicano en los resultados electorales, pero tampoco deducir lo evidente: ha sido Trump el principal responsable de la mengua en los resultados que se esperaban y proclamaban.
Son ya patentes los errores cometidos por el expresidente al elegir para puestos representativos a gentes tan caracterizadas por el fervor al jefe como inútiles e incapaces en el desarrollo de las capacidades para las que se presentaban. Es un recuerdo tan elemental como imprescindible en las votaciones democráticas: el votante no suele ser tonto. Y en el caso que nos ocupa parece haberse comportado con una cierta capacidad de inteligencia distributiva, votando aquí demócrata y allá republicano según sus particulares intereses e ideas.
En el caso concreto de los gobernadores cuyos puestos salían a elección en las ‘midterms’, 36 de los 50, los republicanos mantienen una cierta ventaja sobre los demócratas: 19 a 17. Pero de toda evidencia es Trump el doble perdedor de la carrera, tanto en los resultados de las elecciones a “medio mandato” como, en consecuencia, en sus aspiraciones a ser de nuevo candidato presidencial republicano en las elecciones para la Casa Blanca en 2024.
Estas ‘midterms’ han abierto una veda hasta ahora imposible de levantar: la de imaginar a Trump como perdedor y la correspondiente de buscar candidatos alternativos. Hasta ahora, y desde que Trump llegara a la Casa Blanca en 2016, los republicanos, entre cuidadosos y atemorizados, habían guardado un silencio total sobre los desmanes y las discordancias políticas y personales a las que su jefe les sometía, en un reino de confesado terror.
Hoy se abre otra verdad: Trump puede perder y alguien, como el reelegido gobernador de Florida Ron DeSantis, puede ganar, como ya ha hecho ampliamente en su feudo. Siendo notorio además que el de Florida tiene en su mente la Casa Blanca. No es el único, pero sí de momento el más visible y, desde luego, aquel que, a pesar de sus confesadas tendencias ultramontanas, el Partido Republicano puede contemplar como guía para un nuevo horizonte de credibilidad constitucional y apoyo mayoritario.
Biden, una vez pasadas las alegrías parciales del resultado, deberá seguir haciendo frente a las incertidumbres personales y colectivas que incomodan y cargan de duda al país: su propia figura, las consecuencias de la pesada inflación, las derivadas de la agresión rusa contra Ucrania, las crecientes olas inmigratorias, la generalización de la violencia doméstica o, en el plano internacional, las relaciones con China, la coordinación con la OTAN y la UE o el mantenimiento del mismo protagonismo global al que los Estados Unidos nunca, de una manera o de otra, han dejado de aspirar.
Son todas ellas, y otras tantas, cuestiones de la máxima importancia a las que la institucionalidad de Estados Unidos deberá hacer frente desde la realidad de un sistema marcado por la bipolaridad y por la radicalización. Bien quisiera el mundo que las ‘midterms’ 2022 marcaran un ejemplo y una línea a seguir: la del entendimiento constructivo entre fuerzas políticas que profesan diferentes modelos ideológicos, pero que mantienen como anhelo compartido el de trabajar conjuntamente para el mantenimiento de la libertad, la democracia y la paz en su país y en el mundo entero.
Algunas lecciones elementales
Primera y básica.
Los primeros y los últimos en decidir los resultados electorales son siempre los votantes, y no resulta fácil predecir su comportamiento.
Segunda.
Las ‘midterms’ norteamericanas de 2022 han acabado siendo lo que siempre han sido: un retrato complejo de lo que los ciudadanos opinan y esperan de sus gobernantes.
Tercera.
En esta ocasión, sin embargo, han añadido algo más: un disolvente significativo para los que se permiten dudar de la calidad del sistema electoral, sembrando con ello dudas sobre el futuro político de Donald Trump.
Cuarta.
Han confirmado lo ya sabido: un bipartidismo estructural que divide al país en dos mitades casi exactas.
Y quinta, entre otras.
Biden y los demócratas respiran. No se sabe cómo y por cuánto tiempo, pero ahora los muchos votantes les han devuelto lo que creían haber perdido: un cierto nivel de confianza para seguir gobernando el país. Al menos hasta 2024.