Cultura & Audiovisual / Equipo Lux ■
Sobre el papel, ‘Pan y toros’ es uno de los ‘títulos grandes’ del ‘género chico’, un Barbieri (el año que viene se cumple el segundo centenario de su nacimiento), estrenado en 1864 en la sala predecesora del Teatro de la Zarzuela, y que se ha venido representando con cierta regularidad, la última en este mismo escenario en 2001.A diferencia de otros títulos del género posee no sólo una partitura excelente, sino un libreto muy aceptable de José Picón, pero lleno de ‘peligros’, entre ellos abandonarlo a la inercia del casticismo. Quien siga asociando la zarzuela a las lecturas más autocomplacientes y ‘casposas’ se va a sentir desconcertado. En vez de superficial casticismo de majas y chisperos, toreros y aristócratas, soldados y frailes, lo que va a encontrar es un tratamiento estético y conceptual goyesco, donde las pinturas ‘negras’ están presentes y muchas de las composiciones escénicas directamente inspiradas en esa percepción; pero también en un tono casi valleinclanesco sin tener por qué adentrarse en el estereotipo del esperpento.
Lo que se ve no es una recreación naturalista y romántica sobre la tauromaquia, sino la España del ruedo ibérico, dos concepciones enfrentadas en una corte de los milagros que no es la de Isabel II, sino la de Carlos IV, con un personaje de Goya que se encuentra en una aparente contradicción: pintor de corte al servicio de palacio pero a la vez identificado con los ilustrados y las clases populares. A diferencia de anteriores versiones escénicas de ‘Pan y toros’ se huye del decorado supuestamente naturalista y de los tonos pastel para centrarse en un amplio espacio grisáceo-negro donde aparece una oscura plaza de toros giratoria que a su vez es podio, grada, patio, muro de ejecuciones o posible camposanto. Ana Garay, que firma las escenografías y el vestuario ha hecho un gran trabajo con esos tonos negros y blancos, donde los coloridos corresponden a los trajes de los toreros o a personajes femeninos, pero donde dominan las negruras. Ese espacio escénico cobra una fuerza singular de la mano de la videocreación donde se construye literalmente una estética goyesca con una aportación visual de Álvaro Luna y Elvira Ruiz Zurita.
“Buena producción de ‘Pan y toros» donde hay más pintura negra de Goya que casticismo”
Juan Echanove debuta como director en el teatro musical y no puede ser más brillante su trabajo en una función que merece una segunda visión para apreciar todos los detalles: desde los personajes colgados de una jaula del principio con un cruce estético de Valle y Goya, al gran uso de la parte superior del decorado rompiendo los espacios vacíos. La lectura que hace de ‘Pan y toros’ va más allá del sainete musical o del costumbrismo para destacar un verdadero ciclorama sobre una España donde hay enfrentamientos entre partidarios del antiguo y el nuevo régimen, conservadores y liberales, retrógrados e ilustrados; más que ‘dos Españas’, la corte de las conspiraciones en la que se engaña al pueblo con el espectáculo taurino para que no piense en otras cosas, y en lugar de ofrecerle la oportunidad de educarse se abren escuelas de tauromaquia, y como se dice en el texto «los problemas no vienen de Francia, sino de la propia España, de la corte y la sociedad», «en un Madrid con más iglesias que casas».
Para ser representada con la dignidad que exige esta obra de referencia necesita abundantes medios y de nivel. Echanove ha contado con ellos; los personajes del primero al último bailarín-figurante están trabajados y tienen su propia configuración. Las partes habladas son más amplias en otras zarzuelas y requieren un trabajo de cantantes líricos que se defiendan con soltura como actores; y comediantes que sepan decir un texto versificado sin sonar a impostación. Pese a no ser los personajes femeninos los más importantes en esta obra –Doña Pepita (Yolanda Auyanet y Raquel Logendio en el doble reparto), Princesa de Luzán (Carol García, Cristina Faus), La Tirana (Milagros Martín), Duquesa (María Rodriguez)– brillan con luz propia en un conjunto coral donde tienen ocasión de lucirse, especialmente Auyanet.
Las grandes tablas escénicas y la veteranía de Pedro Mari Sánchez se ponen en evidencia en un ‘Corregidor’ que ‘vive’ –no solo ‘recita’– un texto con maestría, atreviéndose a cantar en momentos sin desdecir de las estrellas de la lírica aunque él no lo sea. A Enrique Viana (el abate Ciruela) le vienen como anillo al dedo los personajes histriónicos o disparatados en su singular trabajo de tenor, y aquí tiene más posibilidades de lucirse que en otras obras, y como irónico actor; mientras Borja Quiza, que no es el protagonista absoluto, sigue siendo uno de los grandes de la lírica con más capacidad teatral, y un monstruo escénico todoterreno. Debuta en La Zarzuela Carlos Daza (Pepe-Hillo), un barítono con un buen estatus, junto a Pablo Gálvez (Pedro Romero), José Manuel Díaz (Costillares), los tres toreros, al lado de personajes episódicos: Sandro Cordero (Padre), General (Pablo López), Santero (Alberto Frías), Madre (Laura Chaves), Niño (Julen Alba), el del Pecado Mortal (Juan Sousa), el mozo de cuerda (Javier Alonso) o Jovellanos (César Sánchez)… cantantes o actores que se mueven con seguridad, junto a Gerardo Bullón, nombre muy conocido en la escena lírica madrileña, como un Goya de gran presencia en el argumento.
“Estará en el Teatro de la Zarzuela hasta el día 23 de octubre”
En una producción tan bien engrasada el trabajo de Guillermo García-Calvo al frente de la orquesta es entusiasta sacando todo el colorido a la partitura, de la que se desprende en muchos detalles una buena comunicación con Echanove. El coro de La Zarzuela dirigido por Antonio Fauró tiene gran cometido dinámico en este diseño escénico. Aunque en esta ocasión hay que destacar un elemento: el imaginativo trabajo coreográfico de Manuela Barrero y de un amplio conjunto de bailarines dentro de una tendencia creciente en las últimas zarzuelas: trascender del baile español hacia el contemporáneo. Su aportación está presente en todas y cada una de las escenas, lejos de la ruptura que se producía en otras épocas entre números cantados, bailados y escenas habladas.
Aquí no hay esa separación y su omnipresencia es otro más de los hallazgos de la producción, que pese a su presupuesto merece rotar por salas de más ciudades. Echanove ha hecho un gran trabajo y sería espléndido poder verlo en un tiempo al frente de nuevas zarzuelas y óperas. Representa una forma de dar vida a obras con muy conocidos fragmentos de su partitura pero que se van visto representadas por tratamientos escénicos de otras épocas. Este es acorde con la nuestra, y singular en aportaciones como la de las coreografías contemporáneas que en otros ‘Pan y toros’ eran prescindibles o no existían pero que en la de 2022 tienen fundamental presencia en la acción teatral.