Crónica Mundana / Manuel Espín ■
Si lamentable fue la dictadura de Somoza, o el rearme por la CIA de la guerrilla antisandinista, no se le ha quedado corto Daniel Ortega, presidente de Nicaragua que desde la sangrienta represión de las protestas populares de 2018 se ha puesto el traje del peor de los autócratas del continente. A Ortega hay que atribuirle el ‘mérito’ de ser el auténtico enterrador de la revolución sandinista convertida ahora en caricatura por un autócrata que ha acabado con la ilusión democrática, popular e igualatoria de sus fundadores.
“La liberación de 222 presos, entre ellos excompañeros en la guerrilla, no aliviará el boicot contra su régimen por parte de la UE, EE UU y Canadá”
La salida de las cárceles de 222 presos políticos expulsados a Norteamérica no va a dar pretexto para que se levanten las sanciones de Estados Unidos y Europa contra su régimen, donde la violación de los derechos humanos es una realidad denunciada por diferentes entidades. Entre esos opositores, varios sandinistas que en su día estuvieron junto a Ortega y que echan chispas ante la orgía de poder del presidente y su esposa, Rosario Murillo. Ortega ha desposeído a esos dos centenares largos de presos que permanecían en cárceles nicaragüenses de la nacionalidad; un castigo semejante al aplicado en los 70 por las dictaduras de Argentina, Chile y Uruguay, que obligó a opositores a un forzado exilio en el que aparecían como forzados apátridas carentes de derechos. El autócrata ha vuelto a utilizar términos parecidos a los de los dictadores de extrema derecha del Cono Sur, imputando a los hasta ahora encarcelados “conspiración”, “atentado contra el estado”, “difusión de rumores falsos”, o “traición a la Patria”. Mientras, el arzobispo de Matagalpa, Rolando Álvarez, que recibe los mismos epítetos, ha decidido permanecer en prisión sin dejar el país lo mismo que otro preso. Otros cuatro no han sido aceptados por Estados Unidos al haber sido condenados por delitos comunes.
En la obsesión por controlar el poder no ha tenido otra ocurrencia que adelantar un cambio legal para crear una copresidencia de dos titulares en la figura de su mujer Rosario Murillo, hasta ahora vicepresidenta, y a la que se considera tanto o más responsable que él en su nada democrático ejercicio del poder. Ortega, por mucha verborrea pseudorevolucionaria que utilice, tanto como las referencias a los días de esperanza sandinista, se quitó la máscara hace varios años, cuando actuó con guante represivo contra las reivindicaciones populares. Pero su régimen aparentemente compacto es un castillo de naipes y caerá de golpe; aunque en su hundimiento arrastrará de forma lamentable a la revolución sandinista. Término en el que todavía se apoyan sectores de base que asumieron de forma mecánica e irreflexiva el discurso único de Ortega.
Por eso parece importante la descalificación de la dictadura del matrimonio Ortega-Murillo por parte de la izquierda europea y norteamericana, aunque todavía pueda haber partidos y algún gobierno iberoamericano que se resista a condenar esta autocracia en la que se siguen celebrando elecciones, pero donde el poder controla y limita movimientos. Por ahora, la comunidad internacional especialmente, EE UU y la UE mantienen su régimen en cuarentena, y en total aislamiento; lo que acabará por pasarle factura. Habrá que pensar a plazo razonable en una caída de ese sistema y la convocatoria de un proceso electoral en el que los restos de la izquierda superviviente del cataclismo post Ortega tendrán que reinventarse tras el triste cometido de asumir el papel de enterrador de lo que en su día constituyó una ilusión de libertad, equidad social y justicia, y que hoy no es más que una farsa de un gobierno personalista a cargo de un matrimonio sin capacidad democrática. El triste ejemplo de Ortega ha sido lamentable, pasando de la esperanza en un futuro mejor para su ciudadanía al sometimiento radical a un gobierno sin capacidad de diálogo.
“Su último disparate: reformar la Constitución para convertir a su mujer, Rosario Murillo, en copresidenta de una dictadura matrimonial”
Contra Ortega se sitúan importantes sectores, incluida una Iglesia que en su momento adoptó iniciativas populistas y ahora se coloca en el cada vez más numeroso frente opositor. Lo pintoresco de esta expulsión masiva de ciudadanos encarcelados es que se les ha hecho firmar un documento donde supuestamente manifiestan “haberse marchado por su voluntad”, mientras la retirada masiva de la nacionalidad es un gesto inadmisible en la sociedad actual, aunque con precedentes en los más negros periodos del continente. Hay que ponerse en la piel de quienes en su día combatieron por el sandinismo y que después se han visto arrollados por el autócrata salido de sus filas. La oferta de la nacionalidad española a los provisionalmente acogidos por Estados Unidos refleja no sólo la mala relación diplomática de Madrid con Ortega, sino el testimonio de un gobierno de izquierda que rechaza una impresentable dictadura con métodos similares a los de los peores tiempos del somocismo.