Los analistas políticos más agoreros predicen que Vladimir Putin acabará cerrando, en unos meses, el grifo del gas y del petróleo a sus clientes del resto de Europa. Las consecuencias para las poblaciones afectadas serán, usando términos vulgares, un frío de carajo y una hiperinflación del copón. Los rusos no pudientes —sostienen estos mismos expertos— sufrirán las consecuencias de un Estado en quiebra. Aguantarán las calamidades gracias al amor patrio, reforzado por la propaganda del Kremlin.
En cuanto a los oligarcas de Putin, dispondrán a precio de saldo de los copiosos combustibles que antes disfrutaban los regímenes democráticos. Sus automóviles de gran cilindrada circularán con el depósito a tope, y sus mansiones registrarán temperaturas primaverales. Algunos venderán combustible de estraperlo a sus amigos occidentales, con un jugoso sobreprecio. Los ricos son muy solidarios entre sí.
“Los pesimistas más optimistas dibujan una paz firmada sobre las ruinas de Ucrania, donde cada una de las partes se apuntará el triunfo”
A partir de ahí divergen las previsiones sobre las consecuencias planetarias de la crisis. Unos anuncian la tercera guerra mundial, que acabará con todos los males por la vía nuclear. Otros, por un golpe de Estado que depondrá al dictador, pero sin asegurar que quienes gobiernen a continuación sean menos belicosos. Por último, los pesimistas más optimistas dibujan una paz firmada sobre las ruinas de Ucrania, donde cada una de las partes se apuntará el triunfo.
Más allá de la geopolítica, la vuelta de las vacaciones se presagia inquietante. Nos preguntamos si las Navidades 2022 se celebrarán literalmente a la luz de las velas. ¿Sustituirán las sopas de ajo y las gachas, de tradición pastoril y por tanto belenística, a besugos y corderos, inasequibles para los hogares de clase media que ingresan unos 100.000 euros anuales, según el baremo de Isabel Díaz Ayuso?
Frente a la incertidumbre, nuestros representantes políticos fuerzan a sus asesores a buscar soluciones imaginativas, que eviten algaradas y reivindicaciones muy dañinas para la estabilidad democrática. Así me lo filtra un gurú que ha trabajado para casi todo el arco parlamentario y actualmente vive un período sabático, a la espera de que quienes ganen las próximas elecciones le contraten para arreglar los desaguisados propios, o los de quienes pierdan.
—Cuando pintan bastos en lo económico —me susurra en el reservado de un pub, camuflado tras unas gafas de sol XXL—, los dirigentes intentan suscitar emociones en el electorado. Lo espiritual solapa a lo material, hecho unos zorros. Eso explica que Yolanda Díaz, candidata a desbancar a su presidente del Gobierno desde dentro del propio Gobierno, repita sin cesar el talismán de la ‘empatía’ para encandilar a las masas con su plataforma ‘Sumar’.
—Bueno —apunto—, empática no sé si lo es, pero simpática un huevo. ¿Crees que cuando se mete en la cama borra la sempiterna sonrisa que ilumina su rostro los 365 días del año?
—No te confundas, Mateo —me corrige—. La empatía en política consiste en que seas capaz de meterte en los zapatos del otro, en que comprendas y resuelvas su sufrimiento. Juan Carlos I es campechano, pero jamás invitará a un pordiosero a comer en su villa de lujo en Abu Dabi.
—Todo es teatro —reconozco—. Poderosos con buen rollito auténtico hay pocos, y menos entre los políticos. Pero no estoy de acuerdo en que esa cualidad garantice al éxito. José María Aznar es lo menos empático o simpático que se pueda imaginar, y se lo ha montado de cine.
Reflexiona unos segundos y me rebate.
—Ya, pero resulta que Cayetana Alvárez de Toledo es su discípula más aventajada en borderío, y mira qué leche se pegó en Cataluña. Ahora bien, ahí sigue como vicepresidenta segunda de la Comisión de Hacienda del Congreso, y se lo lleva crudo sin agitar ni un mechón de su rubio cabello. Una cosa por otra.
“Yolanda Díaz repite sin cesar el talismán de la ‘empatía’ para encandilar a las masas con su plataforma ‘Sumar”
Asiento y continúo con el método del caso.
—Si me das a elegir al político empático por excelencia, sería Miguel Ángel Revilla. Capaz de conseguir que un hipertenso se zampe un bocadillo con sus anchoas del Cantábrico, lata incluida.
El gurú tira de documentación.
—Un índice confiable sobre su enorme empatía, antes que el barómetro del CIS, sería las veces que has estado en ‘El hormiguero’ de Pablo Motos. Revilla lo ha hecho en veintiséis ocasiones. En cambio, nunca han acudido José Mari, Cayetana o la propia Yolanda.
—No es problema para Motos —apunto—. Cuenta con Carlos Latre, que los parodia a la perfección. Excepto a Aznar. Es redundante imitar una caricatura.