Crónica Mundana / Manuel Espín
Imaginemos un supuesto que afortunadamente no ha tenido lugar. Trump utilizó durante siete semanas la expresión “fraude electoral” para mantener el ánimo de sus votantes radicales de ultraderecha. Incapaz de aportar pruebas de esa manipulación masiva, juez tras juez rechazaron sus acusaciones por falta de base. Mientras, el Ejército asumió plenamente el veredicto de las urnas por encima de cualquier incitación a la desobediencia. Desde luego, Estados Unidos no es Birmania, donde, como los resultados electorales vienen favoreciendo una y otra vez a Aung San Suu Kiy y a su partido Liga Nacional para la Democracia (LND), los militares han buscado el pretexto del fraude para dar otro golpe más en la larga historia de dictaduras militares de esta república del Sudeste Asiático situada en un lugar estratégico del continente.
“En dos meses la dictadura militar ha causado centenares de muertos en civiles que se manifestaban de forma pacífica, incluidos menores”
En 1962 ya se produjo otro golpe militar con el pretexto de “combatir al comunismo”: sólo que aquella era todavía una época de confrontación entre bloques y hoy los intereses en juego son distintos. Los pronunciamientos militares se repitieron en 1988 y en otras ocasiones con idénticos subterfugios, frente al repetido liderazgo de esa figura femenina. Años más tarde, ante nuevos comicios el Ejército apareció como garante en lo que representó otro típico caso de democracia tutelada, es decir, una farsa bajo cobertura de pseudoelección. En 2010, los ‘comicios libres’ impusieron una normativa por la que se impedía presentar a quien hubiera estado preso, y Aung San Suu Kiy había pasado por cárceles y sufrido arresto domiciliario, y su partido decidió no presentarse.
En diciembre de 2020, la LND y su líder volvían a ganar de forma aplastante. Pocas semanas más tarde, en febrero, los militares daban un golpe bajo el pretexto de que las elecciones habían sido fraudulentas. Nada de pruebas y mucho discurso retórico para tratar de justificarse, con la declaración del estado de emergencia y el nuevo arresto en su casa de la líder y Premio Nobel de la Paz de 1991.
Dos meses después de un golpe que apenas causó derramamiento de sangre, las protestas contra la dictadura han ido creciendo poco a poco hasta desbordar la calle. La represión militar y especialmente de las fuerzas policiales, ha sido brutal, violenta y cruenta: con centenares de fallecidos en manifestaciones, y menores víctimas en varios casos, incluso madres, una niña de 13 años, jóvenes, estudiantes y hasta un futbolista.
Fueron las ONG quienes primero dieron la alarma contra el incremento de la represión y su crueldad. La ferocidad contra civiles que piden la liberación de Suu Kiy provocó duros comentarios desde el Departamento de Estado norteamericano que la calificó como “violencia letal contra la población». La condena de la Administración Biden ha ido paralela a la de la UE, y en último extremo de Naciones Unidas, que piden el fin de la represión y el urgente retorno de los militares a los cuarteles. Por el contrario, China o India, países que tienen frontera con Birmania (junto con Bangladesh, Tailandia y Laos), apenas se han pronunciado dados sus intereses estratégicos y comerciales con este Estado-eje que limita con países decisivos de la zona.
Para salir al paso de las duras acusaciones de Occidente y Naciones Unidas contra la Junta Militar que se apoderó ‘de facto’ del poder, su comandante en jefe promete elecciones libres “en cuanto sea posible”. Una contradicción frente la prohibición de salir a la calle y ejercer el derecho a las libertades fundamentales, o los disparos contra manifestantes no violentos que se han saldado en decenas de muertos. El discurso parece un gesto de cara a la galería: en caso de celebrarse elecciones libres volvería a ganarlas la líder indiscutible del país y su partido. Cualquier otro pretexto no sirve y sería incapaz de ocultar la inutilidad de un golpe que enfrenta a la ciudadanía con sus fuerzas armadas, las hunde en el abismo de la ignominia y el deshonor; y que además, como se ha demostrado estos últimos días, tiene un elevado precio en sangre.
No hay otra solución que la convocatoria de unas elecciones libres sin limitación o condicionante alguno, pues de lo contrario no tendrían nada de democráticas. La inoportunidad del golpe militar no sólo es una bofetada contra las libertades, sino que altera y deteriora el delicado y difícil equilibrio entre minorías y grupos de un estado multicultural y multiconfesional, con episodios recientes que han sido calificados de “limpieza étnica”, como los que han tenido por víctimas a los ‘rohingya’ musulmanes, obligados a escapar en penosas condiciones del país (con condenas internacionales a la incomprensible actitud escasamente democrática y humanitaria de la antigua Premio Nobel).
“El nuevo golpe militar enturbia aún más el difícil equilibrio entre minorías culturales y religiosas”
Todo ello en un estado de 60 millones de habitantes que desde la invasión japonesa durante la II Guerra Mundial y su independencia del Imperio Británico de 1948 ha pasado por las más diversas vicisitudes en clave de violencia y enfrentamiento armado. Y sobre el que hasta se discute su denominación, Birmania o Unión de Myanmar, por entender que debe representar a todos los pueblos, no solo al hegemónico. El golpe militar ha sido la peor solución posible tras el periodo dictatorial entre 1988 y 2011, y tiene el más elevado coste para la población, que desde la resignación de los primeros momentos tras el cuartelazo ha pasado a la movilización civil pacífica, con resultados tan preocupantes como los más de 100 muertos en una sola jornada durante la semana pasada a causa de la represión policial. Violencia que critican la Casa Blanca, Bruselas y la ONU, y que debe indignar a los defensores de los derechos humanos.