Quién iba a decir que el Banco de España, cargado de una prepotencia que justificó la expresión de que más que Banco de España había que decir que España era del Banco; ocupante de un gigantesco inmueble en el mismísimo Cibeles; un palacio que para sí lo quisiera cualquier ente público o privado; ocupado por unos gobernadores que adornan sus despachos con cuadros de los más afamados pintores, como el glorioso Goya; unos gobernadores que hacían temblar a los banqueros con un simple fruncir del ceño; un banco que disfruta de unos beneficios esplendorosos, conseguidos sin que se les moviera un pelo, resultado de no hacer nada, simplemente de sentarse sobre la evolución del precio del oro que custodia en los inexpugnables sótanos imbuidos por un misterioso río subterráneo y el cobro de intereses diversos, como los resultantes de los préstamos que concedía al ministerio del que teóricamente dependía, iba a aproximarse a la quiebra. Sólo aproximarse, pues el Banco había acumulado provisiones de 32.008 millones de euros que le permitirán dar un beneficio cero en los próximos años.
Una entidad que había caído de su envidiable autoridad de banco central a la vicaria condición de sucursal del Banco Central Europeo que le arrebató la política monetaria, la subida o bajada de los tipos de interés, o las devaluaciones de la peseta, ciertamente a las órdenes del ministerio correspondiente, perdería este año 1.800 millones de euros y que seguiría perdiendo por lo menos un par de años más por un eufemismo, “la normalización de la política monetaria”.