La abdicación de Juan Carlos I, tras una duda del monarca corrupto durante dos años agónicos, entre 2012 cuando el patético episodio de Corinna y el elefante de Botsuana y 2014 cuando, por fin, el Rey se decidió, es uno de los acontecimientos sumidos en la oscuridad aunque no haya sido clasificado como secreto de Estado.
Pero lo que va pareciendo cada día más claro es que si el Rey no hubiera trasladado la corona que siempre había dicho que le coronaría hasta la muerte, la Monarquía estaría al borde del suicidio. En ese caso hubiera sido impresentable no convocar un referendo sobre el mantenimiento de la institución.
Parece que Felipe VI, tras matar a su padre en sentido freudiano, está actuando tímida, o prudentemente, para salvar la institución no sólo con su impecable conducta, la mejora de la transparencia y, entre otras medidas, el establecimiento de normas contra los regalos, sino, y eso me parece lo más adecuado, con un nuevo estilo en aspectos que pueden parecer anecdóticos pero que en nuestra opinión marca las diferencias.
Nos referimos al abandono por parte de la Familia Real de la costumbre de Juan Carlos I de asistir a la misa el Domingo de Resurrección en la catedral de Palma de Mallorca sustituyéndolo por la presencia este año de los reyes en la misma fecha en Chinchón donde contemplaron en el casco histórico de este pueblo madrileño la escenificación de Cristo en el Monte de los Olivos, que este año celebraba su 60ª edición. Los reyes se expresan con gestos y éste nos parece muy significativo.